Época: Barroco14
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1650

Antecedente:
Zurbarán y la pintura monástica

(C) Trinidad de Antonio



Comentario

No se conservan ni existen noticias sobre los cuadros que debió de hacer durante los años que pasó en Llerena, en los comienzos de su carrera. Los primeros ejemplos conocidos de su producción son las obras que contrató para el convento sevillano de dominicos de San Pablo en 1626. De este conjunto sólo han llegado hasta nosotros dos escenas de la vida de Santo Domingo (iglesia de la Magdalena, Sevilla), y los retratos de San Ambrosio, San Gregorio y San Jerónimo (Museo de Bellas Artes, Sevilla), monumentales y realistas, que inician su larga serie de cuadros de una sola figura, con los que alcanzó sus logros más significativos.En 1628, siendo aún vecino de Llerena, se comprometió a pintar veintidós lienzos para uno de los claustros de la Merced Calzada de Sevilla, con historias de su santo fundador, San Pedro Nolasco, canonizado ese mismo año. Dos de estas obras se encuentran hoy en el Museo del Prado, Visión de San Pedro Nolasco y Aparición del apóstol San Pedro a San Pedro Nolasco (1629), y en ellas puede apreciarse su capacidad para expresar lo milagroso a través de lo cotidiano, cualidad esencial de su arte y de la pintura española de la época. Poco después, entre 1630 y 1635, realizó también para los mercedarios una serie de retratos de teólogos de la orden destinados a la biblioteca del convento, en los que sobresale su verticalismo y su estructura formal, casi piramidal, definida por el diseño de los blancos ropajes (Fray Jerónimo Pérez, Fray Francisco Zúmel, Fray Pedro Machado, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid).Mientras trabajaba para la Merced, pintó para la iglesia del colegio franciscano de San Buenaventura cuatro escenas de la vida de este santo, completando un ciclo de ocho que había sido iniciado por Herrera el Viejo. En algunos de estos cuadros utiliza un intenso tenebrismo junto a la brillantez cromática que caracteriza a su estilo, destacando la profundidad de sentimientos y la fuerza expresiva de sus personajes, concebidos como una auténtica galería de retratos (San Buenaventura en el concilio de Lyon, Exposición del cuerpo de San Buenaventura, h. 1629, ambos en el Museo del Louvre, París).Estos primeros trabajos sevillanos le abrieron definitivamente las puertas de la ciudad, donde se instaló en 1629 tras concluir las pinturas del claustro de la Merced, por invitación del Cabildo hispalense. Inició así una brillante etapa, de continuos y cada vez más importantes encargos. Al comienzo de la década de los treinta realizó algunas de sus composiciones más aparatosas, como la Visión del Beato Alonso Rodríguez (1630, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid), para la iglesia de los jesuitas, y sobre todo la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino (1631, Museo de Bellas Artes, Sevilla) para el colegio sevillano de los dominicos, utilizando en ambas un esquema arcaizante, organizado en dos zonas superpuestas, que recuerda las obras de Roelas.En 1634 recibió la llamada de la corte para intervenir en la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Su reputación y quizás también la recomendación de Velázquez propiciaron su intervención en esta empresa, para la que le fueron encargados diez lienzos con los trabajos de Hércules, legendario antepasado del monarca español, y dos de las doce victorias militares que integraban el conjunto, destinado a ensalzar la gloria de Felipe IV. De sus cuadros históricos sólo se conserva la Defensa de Cádiz (1634, Museo del Prado, Madrid), que Zurbarán concibió con el mismo estilo teatral, de fondos luminosos, que aparece en el resto de la serie, poniendo de manifiesto su escaso dominio de la perspectiva y su falta de habilidad para llevar a cabo composiciones complicadas. Tampoco resolvió satisfactoriamente, según la mayoría de los especialistas, las obras dedicadas a Hércules (Museo del Prado, Madrid) que, inspiradas en grabados flamencos, presentan un lenguaje rudo y torpe. Su estancia en la corte, que concluyó en 1635, enriqueció su estilo desde el punto de vista lumínico, influido por el conocimiento de las colecciones reales y el abandono del tenebrismo por Velázquez y sus contemporáneos madrileños.Tras su regreso a Sevilla su arte alcanzó su punto culminante en la realización de dos encargos de gran magnitud: las series para la cartuja de Jerez de la Frontera y para la sacristía del monasterio jerónimo de Guadalupe (Cáceres), ambas ejecutadas entre 1638 y 1640.La primera de ellas, dispersa tras la desamortización, estaba integrada fundamentalmente por pinturas sobre la vida de Cristo y sobre la Virgen, de especial devoción entre los cartujos, destinados al retablo mayor de la iglesia y a los pequeños altares del coro de los hermanos legos. Composiciones equilibradas, colores brillantes, perfecta definición de los volúmenes y gestos graves son las principales cualidades de estos lienzos, concebidos por el artista con su habitual sencillez realista (Anunciación, Adoración de los Pastores, Adoración de los Magos, Circuncisión, Museo de Grenoble; La Batalla de Jerez, Metropolitan Museum of Art, Nueva York). Forman parte también de este conjunto los retratos de ocho miembros ilustres de la orden que, acompañados por dos ángeles turiferarios, ornaban el estrecho pasillo que conduce al pequeño recinto del Sagrario, situado tras la capilla mayor. Los personajes de estos retratos imaginarios, dispuestos con gran solemnidad en actitud procesional, se muestran absortos en su meditación interior, reflejando un intenso misticismo que les hace elevarse sobre su inmediata apariencia (San Bruno, Beato John Hougton, Beato Nicolás Albergati, San Hugo de Lincoln, Museo Provincial de Bellas Artes, Cádiz).La serie de la sacristía de Guadalupe, la única que permanece in situ, está integrada por ocho grandes lienzos en los que representa acontecimientos de la vida de otros tantos monjes jerónimos relacionados con el monasterio durante el siglo XV, época de la máxima influencia de esta fundación religiosa. La disposición de los cuadros se adecua a la iluminación de la sacristía, alternando en ellos el tenebrismo la luminosidad. El sentido narrativo (del Padre Vizcaíno repartiendo limosnas, Fray Fernando Yáñez rechazando la Archidiócesis de Toledo) y las visiones místicas (la Visión del Padre Salmerón, la Misa del Padre Cabañuelas) imperan en la concepción de las escenas, entre las que sobresale el impresionante retrato de Fray Gonzalo de Illescas, cuya composición recuerda el esquema creado por el Greco en el San Ildefonso de Illescas. La decoración de la sacristía se completa con los tres lienzos de la pequeña capilla aneja, dedicados a San Jerónimo: la Apoteosis de San Jerónimo, situado sobre el altar mayor en el que se encuentra la famosa escultura del santo hecha por Torrigiano, mientras que en los muros laterales cuelgan la Flagelación de San Jerónimo y las Tentaciones de San Jerónimo.Quizás posteriores son los cuadros que pintó Zurbarán para la cartuja de las Cuevas de Sevilla, aunque han sido y son objeto de controversia cronológica. Algunos especialistas los han considerado de la primera etapa de su producción, otros de los años treinta y otros de hacia 1655, ateniéndose estos últimos a su cuidada ejecución, a la existencia de un marcado modelado que nada tiene que ver con las formas planas de su estilo inicial, y a la contundencia de su iluminación, cualidad que incorporó el pintor a su estilo después de su estancia en la corte. En estos grandes lienzos (Museo de Bellas Artes, Sevilla), que se encuentran entre lo mejor de su producción, Zurbarán representó simbólicamente tres de las virtudes de los cartujos: la mortificación en la Comida de los Cartujos, el silencio en el San Bruno ante el Papa, y la oración y la confianza en María en La Virgen de las Cuevas.Además de los ciclos monásticos, Zurbarán realizó numerosos cuadros independientes, entre los que destacan las Inmaculadas, en los que sigue la iconografía imperante en la época, los dedicados a la Virgen Niña, en los que alcanza su mejor expresión de dulzura y candor, y los retratos a lo divino de damas sevillanas, a las que representa con los atributos de la santa de su nombre (Santa Isabel de Portugal, h. 1630-1635, Museo del Prado, Madrid). Mención especial merecen sus bodegones, escasos en número pero de extraordinaria calidad, que interpreta con la misma sencillez y humildad que Sánchez Cotán (Bodegón, 1633, Norton Simon Collection, Pasadena; Bodegón de cacharros, Museo del Prado, Madrid). Su hijo Juan de Zurbarán se dedicó a este género con cualidades semejantes a las de su padre, pero su carrera se vio interrumpida al morir por causa de la peste que asoló Sevilla en 1649.Los años finales de la década de los cuarenta fueron desgraciados para el pintor, porque el cambio de gusto pictórico y el descenso de clientes institucionales originaron la desaparición paulatina de su prestigio y de los encargos importantes, aunque en esas fechas su taller trabajó con intensidad para el mercado americano. Esta situación, las desgracias familiares y el hundimiento económico de Sevilla le impulsaron a abandonar la ciudad hacia 1657 y trasladarse a Madrid, buscando probablemente la ayuda de Velázquez. Residió en la corte hasta su muerte en 1664, pero su suerte no cambió, porque la sobria espiritualidad de su arte ya no interesaba en los nuevos tiempos.